Mi viajero pisa nuevamente el suelo de Pompeya
recorre sus calles con paso tardo
busca, nariz y ojos, sus rastros:
la plaza del escondite
el zaguán donde acechó el primer amor
el farol que ocultó el primer beso
la esquina amparo del rinraje.
Busca sin encontrar. Nada ve. Nada oye.
Nada huele —ah, duele—.
Ni un ladrillo conserva el color de su memoria
el musgo creció más, o menos, o no está donde debiera
madreselvas florecidas en la estación equivocada.
La disposición de las casas sobre los recuerdos trastoca ciudad por laberinto.
Sospecha desilusionado que nada es real.
Nada volverá. Nada permanece.
Los grumos de la tierra quedan anónimos
—negros porque callan, tercos—.
El cielo más mudo que un papel.
Me gustaría decirle que el resto es más enorme que su sospecha
el mar de fuego purifica —lava la lava,
petrifica y pule— lo que destruye
ayuda a conservar. (Lo sueño
y no puedo hablarle).
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